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Gilbert Durand y los tropos del cuerpo
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El hombre es uno con el medio; pero el mundo y el hombre se
encuentran en perpetua tensión, y dicha tensión es, de suyo, insalvable y
desmedida. En tal situación, sin su capacidad para imaginar, el sujeto
autoconsciente no podría sino «desfallecer». La disparidad entre la conciencia y el medio sólo puede ser
salvada gracias a ese agente que ayuda al hombre a tratar con esa intratable situación. Ese es, de manera simplificada, el tema que aborda Gilbert Durand (Francia,
1921 ― ) a lo largo de su obra. De esa cuestión ―la cuestión misma
del hombre― extrae una hipótesis y un sistema interpretativo. La
hipótesis es la del «trayecto antropológico de la imaginación», trayecto que
implica una relación entre el cuerpo y el universo simbólico, relación que
modula la existencia humana, a nivel cultural e individual. Dicha hipótesis
implica la existencia de unas constantes humanas, generadas en el cuerpo, que
producen una especie de imágenes primarias por las que Durand reedita la noción
de arquetipo. No se trata ya de un
arquetipo autosuficiente, de, para, por
el intelecto, como quiere el platonismo tout
court, sino el arquetipo como producto de una actividad mayor, la imaginación ya no de una espontaneidad absoluta,
sino anclada en la physis humana.
1. Influencias y
premisas
La obra de Gilbert Durand se mueve entre la antropología, la
filosofía y la crítica de arte. Su maestro, Gastón Bachelard, lo introdujo en
el llamado Círculo de Eranos, fundado por Rudolf Otto y conformado por
personalidades como Carl Jung, Mircea Eliade, Henry Corbin, Karl Kérenyi y
Joseph Campbell. El círculo de Eranos se caracteriza por buscar tender puentes
con culturas no occidentales para una comprensión general de lo humano, afianzado desde el estudio de la mitología y la
psicología, atendiendo a la idea de unas constantes simbólicas que designan el
espacio común de lo humano. Gilbert Durand es influido principalmente por la
obra de Bachelard y Jung: del primero hereda las nociones de elemento, como polos magnéticos que
organizan el flujo de la imaginación poetizante;
del segundo la cuestión del arquetipo y la postura crítica ante el
psicoanálisis freudiano. A partir de ellos, Durand emprende una crítica del
estructuralismo, estableciendo un debate con el análisis de Levi-Strauss, pero también con el
psicoanálisis freudiano al que considera una hermenéutica reductiva.
Frente al racionalismo, al
cual denomina como «la loca de la casa», G. Durand se ocupa de la imaginación
apreciándola como matriz del pensamiento. Desde su primera obra La imaginación simbólica (L’imagination
symbolique, 1964) parte de la noción de representación (a la que también
llama pensamiento) directa e
indirecta. La forma del conocimiento directo es aquélla en que los objetos
comparecen frente al espíritu «como en la
percepción o la simple sensación»,1 es decir, con la mera
presentación del objeto ante la conciencia. La re-presentación constituye el segundo modo de la conciencia ―conciencia indirecta―, ahí donde
aparece el objeto ausente en tanto imagen representante.2
Durand ubica en la
distinción entre signo y símbolo el punto de partida para abordar
la doble vía del problema de la representación. La distinción considera la
distancia y adecuación que guarda la representación (es decir, la imagen) con lo representado. Así, el
signo define la presencia y la adecuación perceptiva total, mientras que el
símbolo implica «la inadecuación más
extrema, es decir, un signo eternamente separado del significado».3 A diferencia del signo que atiende a contenidos representables, el símbolo responde a un contenido refractario a la
representación y que se configura como tal en tanto atiende a un sentido y no a
una cosa sensible. El signo es
indicativo y arbitrario, como ha enseñado el estructuralismo (F. Saussure): el
signo es fruto de una convención y está reglado gramatical y socialmente. El símbolo es entendido por Durand al
contrario, como no arbitrario, no
convencional, y la relación que tiene con el significado no es de equivalencia, sino de epifanía. Así, el «símbolo nunca puede ser captado por el pensamiento directo».4 De alguna manera, entonces, si la representación es entendida como pensamiento,
en Durand encontraríamos que la imaginación simbólica es una especie no
propiamente representativa del
pensamiento, lo que implicaría entonces una contradicción en los términos. Un
pensamiento no representativo es de esta guisa uno que incluye signos no
arbitrarios, sino necesarios, motivados y no surgidos de una mera convención,
como explica en obras posteriores: símbolos motivados por el cuerpo, sus
determinaciones fisiológicas y sus gestos.
2. Contra las hermenéuticas reductivas
En la cultura que ha optado por el nihilismo racionalista –donde
la religión se ha integrado perfectamente a la secularidad del ateísmo-monoteísmo lógico–, el sueño y la poesía cumplen una función compensadora que es la misma de la imaginación: intentar
restablecer el equilibrio de los órdenes de lo humano, pues el hombre
cercenaría su existencia si sólo atendiera al orden de la vigilia y dejara de
lado el sueño, si sólo atendiera al orden de la prosa y dejara fuera el modo
poético de la existencia. Para Durand, como para Bachelard, la imaginación es
un flujo continuo que contiene al pensamiento y no es por él contenida. La
imaginación está determinada por lo imaginario de la imagen, es decir, por el
movimiento, por el devenir incesante de una cosa en otra.5 La
imaginación entendida así como intelecto
agente funciona en un flujo sin embargo reglado por el horizonte de la
physis humana, la constante de larga
duración que encuentra su referente en la especie.
Con Jung, y contra Freud, Gilbert
Durand critica la reducción del símbolo a
la libido. Para ello enfrenta las tendencias psicoanalíticas que interpretan al
símbolo como síntoma, considerándolo
como el producto de una sola fuente ―el impulso de la libido contenido
por un mecanismo de censura. No obstante, Durand reconoce el mérito del
análisis freudiano, cuyo aporte a la patología psicológica hizo que el estudio
sobre el símbolo volviera al centro del interés intelectual, pues el resultado
de sus investigaciones logró vencer las seculares resistencias a ponderar la importancia
de lo imaginario de aquellas «doctrinas
que solo descubren la imaginación simbólica para tratar de integrarla en la
sistematización intelectual en boga y reducir la simbolización a un simbolizado sin misterio».6 Volviendo
a la crítica del freudismo, para Durand el psicoanálisis convierte al símbolo
en mero disfraz del deseo:
La imagen, el fantasma, es símbolo
de una causa conflictual que opuso, en un pasado biográfico muy remoto —por
lo general durante los primeros cinco años de vida—, la libido a las contrapulsiones de la censura. Por lo tanto la
imagen significa siempre un bloqueo de la libido, es decir, una regresión
afectiva... [en el psicoanálisis freudiano] todas las imágenes, todos los
fantasmas, todos los símbolos se reducen a alusiones imaginarias de los órganos sexuales masculino y femenino.7
Para Durand, el aspecto sexual está asociado pero no puesto monocausalmente en un sistema —como él entiende al freudiano— unívoco y pansexualista.8
3. Mito y
arquetipo
La imaginación ―que
ahora deberá ser adjetivada como― simbólica no puede entonces explicarse meramente a partir de la experiencia individual
del sujeto; para G. Durand ―como para Jung― parece nacer de una
mente heredada ―lo que el mismo Freud acepta como «remanentes arcaicos»―
y que Carl Jung bautiza como «imágenes primordiales» o «arquetipos», que
caracterizarían la estructura psicológica profunda. El arquetipo es la
estructura latente del relato mediante el cual la voz de un otro múltiple y «anterior»
muestra la relación primigenia del hombre con el macro y el microcosmos;
representa el diálogo del infinito con lo finito, el hombre y sus relaciones
con lo conocido y lo desconocido, la promiscuidad del alma y el cuerpo. El
arquetipo muestra, en última instancia, el anverso del alma, un cuerpo plural y
permanente, lo que equivale a considera el cuerpo, i.e. como determinación del
símbolo.
Para Jung, las imágenes
primordiales tienen relación con los instintos a partir de sus manifestaciones
fantásticas que toman la forma del símbolo.9 El arquetipo es ahí una
imagen emotiva, es decir, la extensión de una intimidad vital, lo que podríamos
llamar una forma instintiva de reflexión
inconsciente, de cuyo magma (un flujo recurrente, como se puede entender a
partir de los valores de sincronía en
J. Campbell y Levi―Strauss) resultan los mitos. El símbolo es la
expresión sensible, cambiante, de una estructura imaginaria permanente ―en tanto dicha
estructura es una con la especie. Al ser empatado con la experiencia práctica,
el arquetipo se envuelve de una emoción intensificada; más aún, existe sólo
cuando la imagen y la emoción son simultáneas; entonces tiene lugar la
dimensión numinosa del arquetipo, como un puente tendido desde el misterio
―irrepresentable― al hombre.
Es el mito, el rito, la primera
expresión de una especie de melancolía arcaica, expresada en el deseo de
restaurar la degradación de los lazos que unen los componentes del uno-todo que
ha sido separado, pero que sigue manteniendo relaciones invisibles, sostenidas
por la repetición de los gestos primarios, de los símbolos primordiales.
La dinámica del símbolo que el mito constituye
y que consagra a la mitología como «madre» de la historia y de los destinos,
aclara a posteriori la genética y la
mecánica del símbolo. Porque vuelve a situar el elemento simbólico, el gesto
ritual, el drama o el relato sagrado en aquella metahistoria, in illo tempore, que le confiere su sentido
óptimo. El símbolo no se refiere a la historia, al momento cronológico de tal o
cual acontecimiento material de un hecho, sino a la revelación constitutiva de
sus significaciones.10
Para Durand, El mito es una
dramatización simbólica, en tanto que somete a una tensión dramática los
símbolos anteriores, primarios, que explican el origen (desde la profundidad de
la especie) del cosmos y los dioses, la aparición del mundo natural y el
hombre. Aparecen aquí dos peculiaridades del mito: primero, que es expuesto en palabras; y segundo, que toma la forma del cuento, es una historia ejemplar que
contiene a priori la historia del
mundo como una repetición insuperable de la historia primigenia.11 Lo
que cuenta el mito, es decir, la
primera configuración simbólica, es una acción que da origen, un gesto, un
movimiento que constituye al universo, dotándolo de realidad. El carácter
indirecto ―de contenido irrepresentable― del símbolo-arquetipo sólo
permite que aflore el sentido por la repetición de un mismo elemento en
momentos diversos; el sentido sólo
puede ser percibido, también indirectamente, gracias a la forma plástica, a su
estructura y símbolos reiterativos, por medio de aproximaciones acumuladas al
sentido.12
Entonces, la inadecuación es
«corregida por la frecuencia»: en ella la imagen adquiere un halo magnético,
multirreferencial, en el que se expande un sistema analógico. El relato importa
ya una configuración plástica de lo mítico, compuesta por episodios y
personajes. Esta configuración contiene la significación última de todo mito,
pues detrás de todo mito existe un paradigma
dramático compuesto de mitemas, de los eventos que van construyendo la
totalidad del modelo cíclico de instauración, separación y reinstalación de la
plenitud. La plástica del mito es el
elemento remitificante dentro de él mismo, en el que también entra en juego la
aparición de la escritura como un elemento condicionante, ciertamente para la
desmovilización del mito, pero que con el trabajo poético adquiere una calidad
de constante transformación.
En este terreno, el de la
imaginación simbólica, el lenguaje no se ocupa ya de describir la realidad sino
que, siendo transgredido, puede expresar las misteriosas experiencias de la
existencia, sin que esto implique un enfriamento de lo simbolizado. Así, el mito tiene una función
simbólica, por medio de la cual la realidad es reescrita por el camino indirecto de la ficción
heurística.13 El mito muestra también la realidad, pero no a la
manera enciclopédica, sino liberándolo como vivencia de descubrimiento, provocando una apertura del espíritu al misterio del mundo
por medio de lo que pudiéramos llamar un discurso
excéntrico que opera en la periferia de lo conocido y lo inefable, o como
sugiere Joseph Campbell ―otro miembro de la escuela eraniana―, el
mito es «la entrada secreta por la cual las inagotables energías del cosmos se
vierten en las manifestaciones culturales humanas»:14 su anillo
mágico que, como producto espontáneo de la psique, determina el sueño y las
artes, la filosofía y la ciencia. Pertenece por ello a la voluntad de lo
espontáneo, al ensueño y lo imaginario: participa de lo otro interior y
exterior a partir de un deslizamiento y acrecentamiento de la percepción.
4. La
imaginación como respuesta al conflicto ontológico
¿Cómo resuelve la imaginación simbólica un conflicto entre dos
fuerzas, en qué sentido las moviliza? Aquí radica el primer papel mediador de la imaginación, postulado
así por Gilbert Durand e inspirado por la obra de Henry Bergson.15 Al
poner en movimiento a los símbolos, se ponen en conflicto extremos narrativos;
fuerzas en conflicto que se resisten a la acción de los personajes, sean estos
dioses, hombres o animales. Los extremos tienen una significación polémica, el
bien versus el mal, la luz versus las sombras; pero, como ya hemos
visto, dichas fuerzas están expuestas a la movilidad de la imaginación. El sapo
es un príncipe, la muerte es vida para el futuro. Pero también la vida puede
ser la premonición de la autoaniquilación. ¿Cuáles son las distintas formas de
resolver esa serie de oposiciones? Para Durand, como para su maestro Bachelard,
la comprensión del hombre es la de sus símbolos, y la comprensión de los
símbolos está dada por un principio de oposición, el hombre con el medio, la
vida enfrentada a la conciencia del paso del tiempo y la caducidad, la
diversidad natural entre lo femenino y la masculino, entre el arriba y el
abajo, entre el día y la noche significan las separaciones primarias,
elementales, que organizaran las producciones simbólicas y las abrirán a la
comprensión. Todo comienza a cobrar sentido cuando encuentra su pareja, su
relación de amor y discordia esencial.16
De esa primera relación,
binaria y problemática, detectada ya por Bachelard, recoge Durand la primera clave para lo que será su
obra principal, la que le confiere un sitio en el horizonte intelectual del
siglo xx, el intento por lograr la
configuración de una arquetipología: Las
estructuras antropológicas de la imaginación (Les structures
anthropologiques de l’imaginaire, 1984). Se anuncia así la separación en dos, para la proliferación simbólica: los
regímenes diurno y nocturno, que han sido separados de manera esquizoide por
Occidente.
5. Los regímenes
de la imaginación y el «trayecto antropológico»
Al ser un agente mediador, en la imaginación simbólica aparecen
las determinaciones del exterior y del interior, influiría en ella el paisaje y
los utensilios externos, el cuerpo y sus gestos, etcétera. En ese intervalo, en
ese camino reversible, es en el que
G. Durand concentra sus investigaciones sobre la imaginación, especialmente en
lo que llama el «trayecto antropológico» en el que se dan los intercambios de
los imperativos biopsíquicos y la influencia del entorno. Define dicho trayecto
como el «incesante intercambio que existe
al nivel de lo imaginario entre las pulsiones subjetivas y asimiladoras y las
intimaciones objetivas que emanan del entorno cosmico y social».17 Los principios a partir de los cuales desarrolla Durand el análisis del
trayecto antropológico se encuentran contenidos implícitamente en El aire y los sueños, de Gastón
Bachelard. «Para Bachelard, los ejes de
las intensiones fundamentales de la imaginación, son los trayectos de los
elementales del animal humano hacia su entorno natural, extendido directamente
tanto en las primitivas, tecnológicas y sociales del homo faber».18 De esta manera, nos dice Durand, se podría decir que todo gesto apela a una
materia y busca su útil, y que toda materia extraída –es decir, abstraída del
entorno cósmico–, no importa qué utensilio o qué herramienta, es el vestigio de
un gesto fenecido.
Como hemos visto, Gilbert
Durand intenta ir más allá de las «tendencias monistas» de algunas corrientes
psicoanalíticas que consideran que en la imaginación productora de símbolos
opera la intencionalidad del enmascaramiento y una sobredeterminación de la
libido, donde el símbolo es considerado como síntoma —que donde está el ello advenga el yo, reza su consigna. El símbolo
opera para G. Durand en el nivel que Mircea Eliade llama instancia «transconsciente»;
en ella el símbolo es un agente que complementa la conciencia y la
inconsciencia, y que actúa a la manera de restaurador del equilibrio psíquico,
un equilibrio móvil y no estático.
En la génesis del individuo,
el complejo psíquico es afectado por elementos físicos, el cuerpo debe ser
visto así como soma-sema, como determinación reflexiva en
que los impulsos materiales son transcritos en movimientos del espíritu. Pero
Gilbert Durand escapa, desde su análisis del símbolo, del monismo hermenéutico
―de acuerdo con la crítica del psicoanálisis freudiano― y postula
una serie de reflejos dominantes, estructuras sensomotrices innatas, que constituyen los sistemas de acomodación
básicos de la ontogénesis.19 Las estructuras sensomotrices son los
gestos primarios mediante los que la carne toma extensión en el individuo; son
los gestos primarios del hombre entendido como especie.
a. La primera dominante es un
gesto organizador e inhibitorio de otras intencionalidades sensoriales y del
movimiento, la dominante postural; la
determinación de la estructura humana por levantarse, andar, la conquista del
arriba en la que además interviene la pedagogía familiar; el niño es ayudado,
impulsado y entrenado para la postura erecta: «La primera es una dominante de “posición”, que coordina o inhibe todos
los otros reflejos luego que, por ejemplo, se adiestra el cuerpo del infante
hacia la postura vertical... una verticalidad física e intuitiva que se percibe
antes de que se tenga una clara idea de la verticalidad matemática».20
b. La dominante digestiva se relaciona con la pulsión de succión, la
lactancia —reflejo provocado por los estímulos externos o por el apetito—21 lo profundo y cavernoso; la rítmica de la digestión y la defecación; la deglución, y con ella,
las imágenes intestinales: el vientre (el viaje en el interior de la ballena,
la tumba como útero) y la internalización del bolo digestivo como prefiguración
de la tercera dominante, la copulativa.
c. La dominante copulativa es de origen interno, desencadenada por secreciones
hormonales; concita las representaciones del ritmo y del retorno, por ellas
se erotiza el sistema nervioso: «En los
vertebrados superiores, el acto sexual es acompañado de movimientos rítmicos y
en ciertas especies es precedido de verdaderas danzas nupciales».22
La extensión representativa de las dominantes determina cierto
campo simbólico en el que se reproduce y concreta la multiplicidad de los
territorios de la imagen, aglutinados en torno a la gestualidad elemental. De
la determinación atemporal del
cuerpo, como molde material de lo humano, y su actualización en la apertura que
tiene para con el exterior infinito de la naturaleza, se crean los símbolos
rectores de la psique como declinaciones de lo imaginario común. Para los
efectos de este análisis, la cultura sería el espacio marcado por la
preeminencia de un régimen sobre el otro, como un substrato psicosocial en que
se reedifica la conciencia: lo diurno o lo nocturno. Es de este modo que Durand
observa a los regímenes de la imaginación como matrices dentro de las cuales
las percepciones se integran naturalmente:
es a este nivel que los grandes símbolos se forman a partir de una doble
motivación que los dotará de este aspecto imperativo de sobredeterminación.23
El esquema durandiano configura una generalización dinámica de la
imagen que constituye la facticidad y la no sustantividad general de la imagen;
no produce la unión entre la imagen y el concepto, sino entre los gestos
inconscientes de la sensorio-motricidad, entre las dominantes reflejas y las representaciones: esqueletos dinámicos
por los que se mueve la imaginación; el trayecto encarnado de representaciones
concretas. Cada una de las dominantes que hemos descrito se corresponde con un
régimen de la imagen. Por otra parte, al gesto postural corresponden dos esquemas: el de la verticalización ascendente y el de
la división manual y visual; al gesto digestivo corresponde el esquema del acurrucamiento en la intimidad. Así, el esquema aparece como el «presentificador» de los
gestos y de las pulsiones inconscientes.24
6. La función
eufemizante: la imaginación y sus estilos
Según Gilbert Durand, ante la visión paralizante de la muerte, la
imaginación transforma ese primer saber terrible, insoportable, de la
autoaniquilación –la perspectiva de la propia muerte–, por medio de una función
de conservación fijada en la función imaginante: viene un proceso de negaciones
de la primera sabiduría. A esta función, que frente a la de guardar el equilibrio psicosocial —el ecumenismo
del alma humana— y a la de instaurar un valor supremo, por medio de armonizar
un universo sujeto al devenir frente a un Ser que no transcurre —al cual
pertenece la infancia eterna, la eterna aurora— y que se revela en una teofanía,25 corresponde desplegar el rol biológico de la imaginación, llamada por Bergson la función
fabuladora.
La fabulación es, en general, una «reacción contra el poder
disolvente de la inteligencia», pero, más exactamente, este poder negativo se
manifiesta en la conciencia de la decrepitud y la muerte... la fabulación se
sitúa del lado del instinto, de la adaptabilidad frente a la inteligencia
grosera y estática de los sólidos, de los hechos, y por lo mismo. Gracias a la
fabulación el todos los hombres son
mortales permanece potencial en la conciencia, enmascarado por el proyecto
vital muy concreto que la imaginación presenta al pensamiento.26
¿Fabular es fabular contra la lucidez? Si la imagen es la representación de un objeto en su ausencia,27 la imaginación, en un amplio sentido, parece consistir en una estrategia de la
vida ante la conciencia de la muerte.
En el primero de los
regímenes, el diurno, la dinámica del discurso imaginal está cohesionada por la antítesis. En esta estructura opera el
principio de exclusión de contrarios,
de contradicción y de identidad. Ante el tiempo, la hipérbole
completa la figura de la antítesis, por la que se hipostasía el significado28 de los contrarios, polarizando las diferencias. Si al alma se opone el cuerpo,
se opone radicalmente; así es como la trascendencia adjetiva negativamente los
elementos del devenir. Es por el agigantamiento de las representaciones que los
molinos de viento, por ejemplo, pueden convertirse en gigantes; un apriori del régimen es la certeza en su
victoria final —contra el monstruo, contra el tiempo–29: contra el
poder del mal que ha enfermado de gigantismo secreta infalibles anticuerpos.
Para esta representación, optimista (en
el sentido nietzscheano), representarse el destino es ya dominarlo; el destino
es negro, pero el héroe es más grande que el destino: «La imaginación eufemizada por la hipérbole y la antítesis conjugadas,
al representar hiperbólicamente las imágenes del tiempo, procede exorcizando el tiempo y la muerte que éste lleva en sí».30
La retórica de las
representaciones polémicas estructuraría su discurso afirmando que los órdenes
luminoso y oscuro son inconmensurables. Nada tiene que ver uno con el otro. El
tiempo debe ser dominado, diferenciado, debe inaugurarse un tiempo que sepa
distinguir entre la materia y el espíritu que ha de ponerse a salvo de las
fauces del tiempo; en terminología mítica, Cronos debe ser cosmificado por un
Urano que retorne bajo la máscara de Zeus.31
La antítesis opera
peyorizando las imágenes del devenir. Al régimen diurno corresponden una serie
de símbolos isomórficos de la
dominante postural —la sobredeterminación humana a ponerse en pie— que contiene
a su vez el esquema diaireico y verticalizante simbolizado por los arquetipos
del cetro y espada (la autoridad y la separación) y los símbolos de lo diurno:
el sol, el carro de Apolo; y los de la ascensión, la repulsión de contrarios,
como podemos ver, de los símbolos esquizomorfos: el terror a la oscuridad, la
espada de san Jorge que arroja al dragón a las tinieblas.
El régimen diurno de lo
imaginario aglutina lo masculino desasociado de lo nocturno femenino; es el territorio
provisto por la dominante postural,
la materia luminosa, la conciencia como visión de lo nítido, el análisis —la
espada, el héroe como separador—, el cielo, la cima, el jefe, la verticalidad
de las organizaciones jerárquicas, la ascensión, el dominio del cuerpo: la
claridad del pensamiento, la purificación; la visión progresista del tiempo, el
canon de la figuración precisa. Aparecería en este régimen la epifanía de los
flujos uranianos: el cielo, la áscesis seleccionadora y la tendencia a lo uno,
formas de la simbología filosófica al estilo platónico-cristiano: «Pero la causa del gran tormento [de las
almas] por descubrir dónde está la llanura de la verdad es que el pábulo que
conviene a la parte mejor del alma procede del prado superior y de él se
nutre la naturaleza de las alas con las que el alma es capaz de elevarse».32
Durand encuentra dos series
principales a las cuales reacciona el esquema ascencional. Entre el subir y el
caer hay una diferencia abismal, tanta como entre el separar y el mezclar. La
tendencia del esquema es la separación como fuerza cosmificadora que actúa a
partir de la sección esquizomorfa: lo superior frente a lo inferior, lo animal
frente a lo humano, clasificando por repulsión. Frente a lo uno la pululación;
frente al cuerpo, el alma. La animalidad es el extremo radical del propio
cuerpo; una de las primeras manifestaciones del animal es la imagen del fourmillement —fourmi=hormiga—: pululación, plaga. Los insectos abundan, se
reproducen incesantemente; han sido domesticados o permanecen salvajes;
pertenecen a la naturaleza, lo habitan desde el aire hasta las capas más
profundas de la tierra, asociados pues con las naturalezas ctónicas. La
pululación es la manifestación de un movimiento anárquico «que revela la animalidad a la imaginación y confiere un aura peyorativa
a la multiplicidad que se agita».33 Este esquema peyorativo se
extiende, por ejemplo en la cultura judaica, hasta el cataclismo: en la plaga
de langostas, el animal es la multiplicidad similar a la Legión que exorciza
Jesucristo. Según nuestro autor, una repugnancia primitiva se racionaliza
mediante la caracterización del caos. Es la animación exacerbada frente al Uno
inmóvil. Así, el infierno tal y como nos lo representa el Bosco sería ese lugar
agitado y —por consecuencia— caótico; recordemos que para los griegos el therios (animal salvaje) por excelencia
es la serpiente, engendro terrestre y venenoso.
La voluntad ascética del
régimen diurno se afilia así con la devaluación de un cuerpo opuesto al alma;
el famoso mito platónico del destierro
del alma la distingue radicalmente del cuerpo: el cuerpo como tumba del alma. En los cuerpos, en la
animalidad, suceden los fenómenos de la metamorfosis, fuente primordial de la
angustia. De las metamorfosis del cuerpo
viene la primera experiencia del tiempo; por ello, el trauma del destete
condensaría toda una serie de metamorfosis que sufre el cuerpo y que revelan la
influencia del tiempo en el hombre. «Las
primeras experiencias dolorosas de la infancia son las experiencias del cambio:
ya sea el nacimiento, las bruscas manipulaciones de la partera, de la madre, el
trauma del destete».34 La pululación —en este esquema peyorativo
de la animalidad— se transforma en agresividad dentaria: «reforzada por el traumatismo de la dentición que coincide con las
ensoñaciones compensatorias de la infancia. Es entonces un hocico terrible,
sádico y devastador que constituye la segunda epifanía de la animalidad».35 Una natural asociación poética se da, continúa G. Durand, entre las fauces y el
tiempo: la cruel mordida del Cronos preolímpico, que devora a sus hijos, los
dioses. El animal feroz por excelencia es el devorador, el dotado de una
temible dentadura; los hijos de la
glotonería son los hijos devoradores de Cronos. Es pues, una fobia de
Cronos, fobia de Anubis (ése que ha sido formado de un perro salvaje): «Hay una convergencia nítida entre la
mordedura de los cánidos y el terror al tiempo destructor. Cronos aparece aquí
con el rostro de Anubis, del monstruo devorador del tiempo humano».36 Los perros simbolizan también a Hécate, la luna devorada, sujeta –a diferencia
del sol– a las metamorfosis cíclicas. Las ménades son las perras de Dioniso.
Así, el terror al cambio y a la muerte son las dos primeras epifanías del
terror diurno, que se enlazan con el terror ante la noche tomada como símbolo engullidor del sol.
La noche comparte el bosque,
lugares expuestos al peligro: el ladrón, la caverna platónica donde la luz no
llega directamente. La negrura es pues la fuente de donde manan estos peligros.
El diablo siempre es negro, arrojado a las tinieblas. La noche negra es la
sustancia misma del tiempo. Entre los indios, nos recuerda Durand, el tiempo se
llama Kala —pariente etimológico de Kali, la noche— ambos significan negro, sombra. Y nuestra era se llamaría
Kali-Yuga «la edad de las tinieblas».37 Recordemos que para los griegos Nyx es
una divinidad ctónica, hija de Caos engendra tanto al sueño como a la muerte.
Pongámoslo al revés: la muerte es hija de la noche.38 El lapso
tenebroso se desdobla en las imágenes antropomórficas de la ceguera; la
oscuridad que inunda la conciencia humana, el inconsciente que es siempre
representado por el aspecto tenebroso: el bizco y el ciego Edipo, Tiresias,
Cupido —cupiditas— que tiene los ojos
vendados.
Digna de mencionarse entre
estas epifanías peyorativas es la del agua en sus manifestaciones sombrías: la
inundación devastadora, las aguas tenebrosas de la laguna Estigia, el agua
heraclitiana del devenir, «el agua que
fluye es el la amarga invitación al viaje sin retorno [...] la figura de lo
irrevocable, la epifanía de las desgracias temporales [...] medio en donde se
constituye el arquetipo universal del Dragón a la vez teriomorfo y acuático».39 El agua femenina —la sangre menstrual— confirma la relación del agua nefasta
con otra de los rostros dramáticos del tiempo, la luna.
Así persiste, en el régimen
diurno, la figura retórica de la antítesis. A través de ella los símbolos se
separan polarmente, organizados por la lógica de los contrarios. La luz se opone
a las tinieblas, el arriba reniega del abajo, lo bello de lo feo, lo bueno de
lo malo; de esta forma, necesariamente, lo malo es oscuro, bajo, horrible, mentiroso.
Los valores lumínicos temen a la carne y al tiempo, los niegan radicalmente; se
manifiesta entonces la elevación victoriosa de la luz sobre el fondo de las
tinieblas.40 Es un régimen marcado por la polémica, la mirada que
separa lo claro y distinto de lo oscuro indistinto, fuente del engaño y de
monstruosas figuraciones.
Para nuestro autor, la
geometría uraniana no tiene otro sentido que negar los rostros teriomorfos y
catomorfos del tiempo. El animal como signo de la carne que huye ante el
tiempo; la vida consumida en su caída en la tumba, en las fauces del dragón, de Cronos. El terror a las imágenes del
devenir produce un movimiento de negación y trascendencia. Se niega la carne al
más puro estilo platónico; el alma desterrada está apresada en la guarida del
dragón (símbolo del instinto y la carne) y es rescatada por la figura del héroe
—p.e. Teseo aniquilando al Minotauro.
El ala y el pájaro se oponen a la teriomorfía temporal,
dirigiendo los sueños de la rapidez y el vuelo contra la huida corrosiva del
tiempo, la verticalidad definitiva y varonil contradiciendo y domeñando la
nocturna y temporal femineidad; la elevación es por lo tanto la antítesis de la
caída mientras que la luz solar sería la antítesis del agua triste y de las
tinieblas cegadoras del devenir.41
La transubstanciación de la
epifanía en idea es de alguna manera el argumento de ese relato en que la
lógica ha tratado de sustituir la dinastía de lo psicosocial matriarcal por el
régimen patrilineal de lo externo-luminoso, el régimen diurno. Ahí delimitan
los parámetros de la existencia normal los que se hacen llamar «hijos del sol»,
los gobernantes, dueños de la ciudad, ejercitadores del gobierno. Son los
adoradores del sol, la élite, los elegidos.
En las sociedades arcaicas, según lo refieren los especialistas en
fenomenología de la religión, se mantenían relaciones de continuidad entre el
día y la noche, entre el sol y la luna. Si la luna es el centro magnético que
atrae a los poetas, en el culto solar han encontrado su lugar los impulsos idealizadores. Con el paso del tiempo, y
aun a costa del carácter original de la hierofanía solar, sus iniciados
impulsaron la racionalización de las religiones uranias hasta secularizar la
hierofanía en idea. La sabiduría no tendrá nada que ver ya con lo
sagrado-poético sino con la idea, la purificación del pensamiento en logos, en el lenguaje aséptico de
paradoja y dioses, la claridad de un sol unidimensional, monoteísmo basado en
la virtud que es belleza, que es verdad.
La élite transcribe el ser en literalidades sígnicas, es decir, en
restricciones: todo lo que es divino está en el hombre y lo que es divino en el
hombre es el arriba ideal —tal es el proceso mediante el cual la noche tratará
de ser acallada.42
Es el culto del día, de la
idea, el culto donde lo sagrado se va de este mundo, restringiéndose al hombre,
reduciendo al mundo natural a su diseño funcional. Desde la geografía de la
psique, nuestra Lebenswelt es una
migración, la rotación del globo a su occidente: ese lugar donde se pone el sol,
donde decae. Es un periplo espiritual
en el que el sol no se pierde, no se renueva. Occidente es adoptar ese culto,
el del Dios-Sol-que-Decae, culto de la verdad soberana, de su jerarquía, la
construcción de un territorio que puede ser como un deslinde del mundo lunar y
el vegetal: monoteísmo, la restricción de lo sagrado al hombre y la
consciencia, la precisión del signo, y así la elite profana lo otro, al animal, a la selva (a sus
dioses ridículos). Parece que el sol cae a la tierra, pero no ya para encontrarse
con ella como esposa, sino para perder su elemento divino, sagrado, sus
relaciones con la vida, su otra fotosíntesis. El monoteísmo de la idea se
deberá leer como antropocentrismo; la exclusivización de lo sagrado, su
aniquilamiento. Si lo conocido estaba contenido en lo desconocido, los
filósofos provocarán la inversión de ese principio, por el de que lo
desconocido forma parte de lo cognoscible, y así irrumpirá el iluminismo en su
versión apabullante, la ciencia. Ese lugar, el del crepúsculo, es la región (su
continua expansión, su geografía) a donde Helios ha sido trasladado por sus
fieles, a su casa absoluta; la morada del eidos,
su claridad, su distinción; ésa es la fundamentación de lo diurno, el discurso
que conduce todo a la linealidad del sentido, a lo explicable. Luego la nueva
sabiduría se apresta a beber la cicuta para dejar al fin los pagos de los
sentidos, su distorsión empañadora. Así el alma podría abandonar el despeñadero
de los sentidos, oasis del error.
7. El régimen
nocturno: eufemización y antífrasis
Lo primero que se nos viene a la mente al pensar la noche después
de haber considerado brevemente el régimen diurno es que la ensoñación nocturna es simplemente
contraria a la del día. Pero detengámonos un poco: si «semánticamente hablando se
puede decir que no hay luz sin tinieblas, desde luego que lo inverso no es
cierto: la noche tiene una existencia simbólica autónoma».43 Es
el ser —o no ser. La pureza —o la impureza. Si la noche tiene una existencia
autónoma significa que no se define negativamente frente a la luz. Es decir,
escapa al acusado maniqueísmo del régimen diaireico ―separador.
Pertenece a la noche la
participación analógica de las cosas, la confusión de las siluetas y el
conocimiento intuitivo; es la profundidad y el continente, la caída, el
descenso, la digestión del brebaje, el útero de donde nace lo masculino y lo
femenino. En relación íntima con la rítmica del ciclo, la cosmogonía de la
rueda y los utensilios afines al ciclo y al recipiente.
Ante los rostros terribles
de Cronos devorador, que ofrece la antítesis del pensamiento diurno, una
actitud diferente se vuelca sobre las imágenes vitales del devenir para
reconciliarlo con las figuras constantes del círculo que completa en el tiempo
la silueta de lo eterno. La antítesis será desplazada por el régimen de la plenitud eufemizante, conjugando en Eros
las figuras de Cronos y Tánatos (hermano de Hypnos e hijo de Nyx).
La ambivalencia Eros-Cronos-Tánatos, de la pulsión y del destino
mortal, marca el límite mismo a partir del cual los grandes temas de la
simbólica que hemos estudiado no pueden sino invertir sus valores. Si Eros tiñe
de deseo el destino, existe otra manera de exorcizarlo que por la antítesis
polémica e implacable de los rostros terribles del tiempo.44
La uranización de Cronos, espiritualizando al tiempo,
adjetivándolo como tiempo de la trascendencia, del ciclo y el retorno. El amor
eufemiza la carne y su duración, revirtiendo así el ascetismo esquizomorfo. La
introducción de un querer vuelto sobre la vida es la clave de las estructuras
nocturnas: un sí a la vida, puesto ante la lucidez silénica.
De la misma forma son
invertidos los valores patriarcales —solares y heroicos— del régimen diurno.
Aparecen las epifanías femeninas, filtradas aún en un ejemplo esquizoide de la
religión como el Cristianismo, donde la Madre completa el cuadro sagrado, de la
trilogía a la tetralogía divina; tal y como Jung contrapone —en sus dramatis personae de la psique— el anima al animus, como ese femenino interior.45 Mientras que para Platón el alma es un alma desterrada, que ve horrorizada y
melancólica las escenas del engañoso devenir, el ánima mística está poseída por
el deseo de estar en el tiempo, de retornar a la vida, internándose en las
dulzuras de la existencia. Es entonces cuando el aspecto maternal y femenino de
la libido es puesto en movimiento, apareciendo una «liturgia dramática que totaliza el devenir, el amor y la muerte».46 La ponderación positiva del cuerpo, de
la carne, es el primero de los síntomas del cambio de régimen. La imaginación
del cuerpo es aquí, a la vez, digestiva, ginecológica y sexual. Las
valorizaciones de la animalidad devoradora son canjeadas por otras de la
nutrición, los símbolos heroicos del descenso.
7a. La
estructura sintética
Los esquemas del régimen nocturno —las estructuras sintéticas y
místicas—pertenecen a la eufemización propiamente dicha, en cuanto representan
no una negación de la muerte y el tiempo sino su transmutación. En la
clasificación sintética podemos observar el paso del heroísmo diurno a la
reversibilidad y coincidentia oppositorum,
por la que el tiempo no desvincula, sino que vincula las contradicciones en una
historia. Su figura retórica sería la hipotiposis dramática; el relato en el que se describe (por oposición a aquél en el que se trata de disimular) afectivamente el carácter de la historia, una
descripción como explica Quintiliano: «que
es viva, animada, realista, verosímil, impresionante, que hace ver, o imaginar visualmente lo descrito».47 La descripción que se vuelve espectáculo revelador que aspira a la producción
de espectáculos imaginativos. En ella ocurre la reversibilidad del tiempo por
la que el concepto se anula; la descripción se convierte en una descripción de
la memoria vuelta futuro, un desbordamiento fantástico de la memoria, por la
que se establecen analogías entre el pasado y el futuro. Por vía del
hipérbaton, pone al futuro detrás y al pasado delante.
La representación visual más
evidente es el famoso círculo del yin y
el yang en la que los principios
femenino y masculino están contenidos en cada uno de los microcosmos sexuales. Regida por una voluntad de
armonización, entre el yin y el yang las oposiciones nunca son absolutas porque entre ellos hay siempre un período
de mutación que permite una continuidad; el hombre, el espacio y el tiempo
son tanto yin como yang; simultáneamente todo tiene algo de
ambos por su propio devenir y su dinamismo, con su doble posibilidad de
evolución y de involución.48 La música, para Durand, es una de las
primeras manifestaciones de la imaginación sintética como una metaerótica cuya
función esencial es a la vez conciliar los contrarios, ensamblar las
diferencias y domesticar la huida existencial del tiempo.49
La síntesis de este régimen
no es una unificación en el sentido propio. En la síntesis, las antítesis son
puestas sobre una línea diacrónica. No hay en ella unificación como en el
esquema místico, sino que se salvaguardan las diferencias: el tiempo donde
retorna lo diferente, en resonancia con las consideraciones sobre el tiempo
deleuziano; no el retorno de lo mismo sino de aquello que difiere. En el tiempo
de la narración sintética las cosas
existen para ser otras, sin ser lo contrario.
Todo drama, en el sentido amplio que nosotros
entendemos, tiene cuando menos dos personajes: uno representa el deseo de vida
y de eternidad, otro el destino que estorba la empresa del primero. Cuando se
añaden otros personajes, un tercero por ejemplo, no es sino para motivar —por
el deseo amoroso— la querella de los otros dos. Y como Nietzsche había
presentido que el drama wagneriano encontraba sus modelos en la tragedia
griega, nosotros podemos constatar que la literatura dramática se inspira
siempre en el enfrentamiento eterno de la esperanza humana del tiempo mortal, y
vuelve a trazar [por vía de la peripecia] más o menos líneas de la primitiva
liturgia y de la inmemorial mitología.50
De acuerdo con estas nuevas formas de la liturgia y el mito, se
reenmascara la lucha profunda entre la muerte y el tiempo; las peripecias de la
narración presentifica el futuro y el pasado. En el año —annus=anillo— encontramos la primera representación cíclica del
tiempo. En ella aparece la lógica de la fiesta, donde el caos primordial es
recuperado como desenfreno, antes de la renovación del calendario: la
instauración, por la fiesta, de un régimen nocturno
transitorio.51 Es entonces que el ciclo, donde aparecen los
espacios de la noche y el día, alternándose dramáticamente, pone en evidencia
la voluntad de hacer coincidir, diacrónicamente, las fuerzas opuestas;
siguiendo el ejemplo del ciclo natural, donde las estaciones marcan el
predominio ya sea de la noche o bien del esplendor solar y como consecuencia
los ciclos agrícolas, donde las fases de la luna —astro a la vez propicio y
funesto— juegan un papel preponderante.
7b. Las
estructuras místicas: la negación de la negación
En el compartimiento retórico de las estructuras sintéticas se
privilegia la figura de la antífrasis, la negación de la negación: la
antífrasis permite negar las imágenes de la peyorización. Durand entiende como
místico aquello donde persiste una voluntad de unión y una vocación de las
imágenes por la intimidad. La intimidad estaría ejemplarizada por el mito de
Jonás en el interior de la ballena. Una fidelidad profunda de las
representaciones nocturnas donde priva la similitud de las expresiones que
significan «igualmente»52 en contra de las expresiones de la antítesis. Operan pues los principios de
analogía por los que los símbolos femeninos y masculinos alcanzan su plenitud
afectiva. La tierra es la madre, la tumba el seno materno. Los gestos que
acompañan a la imaginación antifrástica son el descenso, la penetración, la
posesión. La caída que aterroriza a la imaginación que se eleva traicionando el
principio terrestre es ralentizada hacia la intimidad y la tibieza. Contra la
tendencia a la elevación y a las imágenes solares, las tendencias místicas
encuentran sus epifanías en las matrices terrestres y maternas, y en los
utensilios del recipiente tales como la copa o bien la concavidad uterina. La
estructura mística será lo opuesto a las series esquizoides; se atenúan las
diferencias: la caída deviene descenso, las tinieblas se truecan en noche
serena. Cristo es a la vez el pez y el pescador. El fondo del lago refleja el
cielo. Dioniso es a la vez despedazador y despedazado: «Lo que es inferior toma el lugar de lo superior, los primeros devienen
los últimos, el poder de Pulgarcito ridiculiza la fuerza de los poderosos».53 La tecnología del descenso es, pues, bien distinta y más compleja que la
del ascenso. El que desciende necesita enfrentarse ante los enigmas de la
encrucijada, precisa del mistagogo que lo ayude a encontrar la forma de
introducirse en los laberínticos intestinos de la tierra.
También en esta
transformación de las imágenes elementales de la duración el tiempo es
domesticado, puesto que para la esperanza y el eros, la noche contiene en su centro la promesa del retorno al seno
materno, el segundo nacimiento del hijo. Busca, por vía de la viscosidad redimir las diferencias hasta
la completa (con)fusión. El devenir es trascendentalizado. Para nuestro autor
las dos vertientes del régimen nocturno están en completa comunicación y van,
naturalmente, de la una a la otra, oscilatoriamente: de la copa al retorno, del
descenso a la dramatización, siempre bajo la amenaza de la perversión del
pensamiento diurno del retorno triunfante y definitivo. Se puede decir que la
antífrasis constituye una verdadera conversión que transfigura el sentido y la
vocación de las cosas y los seres pero siempre conservando su ineluctable
destino.54
8. El arte y las
estructuras blandas de la imaginación
La clasificación propuesta por G. Durand hace que tendamos a
pensar que los regímenes se excluyen antropológicamente. Para nuestro autor, es
la obra de arte un ejemplo de cómo los regímenes pueden ser puestos en juego: «Dentro de la tragedia la más sombría, la más
catártica, es imposible excluir las dulzuras de la antífrasis [...]. Una gran
obra de arte no puede ser totalmente satisfactoria si no es porque mezcla el
acento heroico de la antítesis, la nostalgia tierna de la antífrasis y las
diástoles y sístoles de la esperanza y la desesperanza».55 Si
las formas de la cinética imaginal son una respuesta a la lucidez originaria de
la propia caducidad, la imaginación creadora podría volver la vista hacia las
imágenes de la caída sin caer por ello en la negación de la vida, que, como
hemos visto, está caracterizada por el optimismo heroico del régimen diurno.
Con tal anotación,
podemos recapitular sobre la importancia de la interpretación durandiana, aquélla
de ampliar el horizonte hermenéutico sobre el hombre, haciendo empatar una
peculiar noción de arquetipo con la physis.
Los arquetipos se convertirían así en una gestualidad iterativa, que plantea
una lectura más allá de la época y la cultura, con un espíritu ecuménico que no
conduce el símbolo hacia una traducción filosófico-antropológica, sino que la
reconduce a su irrepresentabilidad, a la corporeidad ―ese gran cuerpo que
no es un yo, pero dice yo, parafraseando a Nietzsche― en
su grado ya no enunciable.
La hermenéutica
de G. Durand encuentra un vasto horizonte de aplicación en la obra de arte, a
la que el autor se ha dedicado profusa y provechosamente, encontrando en la actividad
creativa, en su centro, el mismo carácter polémico que en la imaginación
simbólica; por medio de una mitocrítica y un mitoanálisis, nos conduce a
comprender esas ensoñaciones diurnas de la obra de arte en las que aflora la
misma contradicción ontológica que en el hombre. Gilbert Durand combina el
saber del mito y la imaginación aplicados al hacer de la imaginación radical, para entender la obra mediante «la toma de conciencia conflictual, es decir,
dinámica, de las disyunciones explicativas en un acto creador simple. Cuando
reduzco las contradicciones no “comprendo”; en cambio, sí lo hago cuando las
descubro, las sitúo y las admito en el universo que aguantan con su sola
tensión antagónica».56 Encontrarse con la obra debe ser entonces
encontrarse con la disparidad no sólo formal, sino ontológica que el arte
conserva y no anula. El mismo desequilibrio y disparidad de lo humano. Así, la
obra de Durand nos recuerda esa visión trágica de la obra de arte que
encontramos en Nietzsche, pero también en Han-Yu (768-824), traducido para
nosotros por Octavio Paz:
Todo resuena, apenas se rompe el equilibrio de
las cosas. Los árboles y las yerbas son silenciosas; el viento las agita y
resuenan. El agua está callada: el aire la mueve, y resuena; las olas mugen: algo
las oprime; la cascada se precipita: le falta suelo; el lago hierve: algo lo
calienta. Son mudos los metales y las piedras, pero si algo los golpea,
resuenan. Así el hombre. Si habla, es que no puede contenerse; si se emociona,
canta; si sufre, se lamenta. Todo lo que sale de su boca en forma de sonido se
debe a una ruptura de su equilibrio. […] Y así, cuando el equilibrio se rompe,
el cielo escoge entre los hombres a aquellos que son más sensibles, y los hace
resonar.57
Notas
1. Durand, Gilbert, La imaginación simbólica, Amorrortu,
Buenos Aires, 1971, p. 9.
2. Ibid, p.10.
3. Ibid.
4. Ibid, p. 22.
5. Bachelard, Gastón. El aire y los sueños. FCE, México, 1989, p. 9.
6. Durand, Gilbert, La imaginación simbólica, Op.cit, p. 47.
7. Ibid, p.50.
8. Cfr. con el
juicio de Mircea Eliade (otro miembro del Círculo de Eranos) sobre el
psicoanálisis freudiano, en el que previene contra la lectura unilateral del
símbolo: «como si se contestara la verdad
matemática alegando que el “descubrimiento histórico” de la geometría procede
de los trabajos emprendidos para la canalización del Delta [...] Por tanto, la
imagen en cuanto tal, en tanto que haz de significaciones, es lo que es verdad, y no una sola de sus
significaciones o uno solo de sus numerosos planos de referencia. Traducir una Imagen a una terminología
concreta, reduciéndola a uno solo de sus planos de referencia, es peor que
mutilarla, es aniquilarla en cuanto instrumento de conocimiento». Imágenes y símbolos. Taurus, Madrid,
1992, p.15. En el mismo sentido, Jean
Chevalier en la introducción a su Diccionario
de los símbolos (Herder, Barcelona, 1993), nos dice: «A la mayor parte de los ensayos de clasificación podemos reprochar, en
efecto, con Gilbert Durand, una tendencia positivista y racionalizante que
desliga los símbolos como signos, afabulaciones, fragmentos de explicación
social o religiosa y como objetos a conocer; desconoce su enraizamiento
subjetivo y su móvil complejidad; surge una secreta estrechez metafísica. Las clasificaciones psicoanalíticas,
además, se granjean el reproche de imperialismo unitario y de simplificación
extrema de las motivaciones; los símbolos, para Freud, se clasifican con
demasiada facilidad según el esquema de la bisexualidad humana y, para Adler,
según el esquema de la agresividad... Dicho de otro modo, la imaginación, según
los psicoanalistas, es el resultado de un conflicto entre las pulsiones y su
rechazo social (una tentativa vergonzosa de engañar a la censura), cuando por
el contrario aquélla aparece la mayoría de las veces por su impulso mismo, como
resultado de un acuerdo entre los deseos y los objetos del ambiente social y
natural. Bien lejos de ser un producto de la inhibición es un producto de la
desinhibición», p. 30.
9. Jung, Carl, El hombre y sus símbolos, Paidós, México, 1995, p.66.
10. Durand, Gilbert, De la mitocrítica al mitoanálisis. Anthropos, Barcelona, 1993, p. 34.
11. Cfr. Ricoeur,
Paul, Finitud y culpabilidad, Taurus,
Madrid, 1970, p. 455.
12. Vid. el comentario de Luis Garagalza, a la cuestión del sentido en
la obra de G. Durand: «El único medio
para salvar la significación pese a
la fundamental inadecuación, que imposibilita el sentido unívoco, es la
redundancia: sólo en un proceso ilimitado de repeticiones no tautológicas, sólo
por una serie de aproximaciones acumuladas,
se alcanza en mayor o en menor medida una cierta coherencia entre la imagen y
el sentido.» La interpretación de los
símbolos, Anthropos, Barcelona, 1990, p. 52.
13. Ibid, p. 19.
14. Campbell, Joseph, El héroe de las mil caras. Psicoanálisis del mito, FCE, México,
1984, p. 11.
15. Cfr. Bergson, Henri, Las dos fuentes de la moral y de la religión, Tecnos, Madrid, 1996.
16. Cfr. Bachelard, Gastón: «Y los nombres de las grandes cosas como la noche y el día, como el
sueño y la muerte, como el cielo y la tierra, sólo cobran sentido designándose
como “parejas”. Una pareja domina a
otra, una pareja engendra a otra. Toda cosmología es una cosmología hablada. Al
convertirla en dioses forzamos la significación. Pero visto desde más cerca...
el problema no se simplifica tan rápidamente. En los hechos, desde que un ser
del mundo tiene una potencia, está pronto a identificarse, sea como potencia
masculina, sea como potencia femenina. Toda potencia es sexual, incluso puede
ser bisexuada. Pero nunca será neutra, al menos por mucho tiempo. Cuando
recordamos una trinidad cosmológica deseamos recordarla como 1+2, como el caos
del que salen Erebo y Nix.» La poética de la ensoñación, FCE, México, 1982, p. 59.
17. Durand, Gilbert: «il faut nous placer dans ce que nous
appellerons le trajet anthropologique, c’est a dire l’incessante échange qui
existe au niveau de l’imaginaire entre les pulsions subjectives et assimilatrices et les intimations objectives émanant du
milieu cosmique et social»; Les
estructures Anthropologiques de l’imaginaire, Dunod, París, 1992, p. 38.
Hay traducción al español en Madrid: Fondo de Cultura Económica, 2005. En
adelante nos referiremos a esta obra como EAM.
18. Ibid, p. 39.
19. Vid. Garagalza, Luis, Op.cit, p. 62.
20. Durand, Gilbert, EAM, Op.cit, p. 47.
21. Ibid, p. 48.
22. Ibid, p. 49.
23. Ibid, p. 51.
24. Ibid, p. 61.
Hemos transcrito casi literalmente el párrafo.
25. Durand, Gilbert, La imaginación simbólica, Op.cit, p. 124.
26. Ibid, pp. 125-126; cfr. Bergson,
Henri, Op.cit.
27. Cfr. Kogan, Jacobo, Filosofía de la imaginación, Paidós, Buenos Aires, 1986.
28. Beristáin, Helena, Diccionario de retórica y poética, Porrúa, México, 1997, p. 257.
29. Durand, Gilbert, EAM, Op.cit, p. 485: «d’avance
l’imaginaire est sûr de sa victoire et c’est son propre dynamisme qui secrète
les monstres et les difficultés à surmonter».
30. Cfr. Ibid, p. 486; las cursivas son mías.
31. Cuando menos
ésa es la percepción de un autor psicologista como Paul Diel en El simbolismo de la mitología griega,
Labor, Barcelona, 1995, p. 111: «El
espíritu-Urano puede ser destronado por el hijo de Gea, por la rebelión
titánica de Cronos; pero no puede ser destruido. Urano continua vivo. Gracias a
sus consejos, Rea, la vida desbordante, logra salvar del hambre devorante de
Cronos, el Tiempo, a su hijo preferido, Zeus, el hijo divino del tiempo: el
principio de evolución que se dirige a la espiritualización. Rea da a Crono una
piedra (materia inanimada) para que éste
la engulla en lugar de su hijo Zeus. Crono se deja engañar, ya que el tiempo
insaciable no puede distinguir entre materia y espíritu. “Devora”
indistintamente los objetos y los seres».
32. Platón, Fedro; 248 b-c; tomado de Colli,
Giorgio, La sabiduría griega, Trotta,
Madrid, 1995, p. 109.
33. Durand, Gilbert, EAM, Op.cit, p. 7.
34. Ibid, p. 72.
35. Ibid, p. 90.
36. Ibid, p. 93.
37. Ibid, p. 98.
38. Cfr. Chevalier, Jean, Op.cit, p. 753.
39. Durand, Gilbert, EAM, Op.cit, p. 104.
40. Ibid, p. 70.
41. Ibid, p. 203.
42. Confróntese con Eliade,
Mircea, Op.cit, p. 148. «A diferencia de
otras hierofanías cósmicas, las hierofanías solares tienen tendencia a
convertirse en privilegio de círculos cerrados, de una minoría “de elegidos”.
Lo cual tiene por efecto alentar y precipitar un proceso de racionalización.
Asimilado al “fuego inteligente”, el sol acaba a la larga por convertirse, en
el mundo grecorromano, en un principio cósmico; de hierofanía se convierte en
idea; por un proceso análogo, por lo demás, al que sufren varios dioses uranios
(I-ho, Brahman, etc.). Heráclito sabía ya que “el sol es nuevo cada día”. Para
Platón, es la imagen del bien tal como se manifiesta en las cosas visibles
(Rep. 508. b.c.); para los órficos es la inteligencia del mundo».
43. Durand, Gilbert, EAM, Op.cit, p. 69.
44. Ibid, p. 220.
45. Resulta interesante recordar que Jung atribuye al animus valores cercanos a la serie
diurna: la armadura, la espada, el trabajo de liberar a la princesa, liquidar
al dragón, etc. Mientras que el anima es
suscitadora de objetos místicos, al estilo de los listados en la Letanía de
Loreto —Torre de marfil, morada de sabiduría, jardín cerrado, rosa mística... ;
además de la mujer, la madre-vírgen, la doncella. Cfr. Durand, Gilbert, «El hombre religioso y sus símbolos», en: Tratado de antropología de lo sagrado, Tomo I: los orígenes del homo religiosus,
Trotta, Madrid, 1995, p. 105.
46. Durand, Gilbert, EAM, Op.cit, p. 224.
47. Cfr. Beristáin, Helena, Op.cit, p. 136.
48. Chevalier, Jean, Op.cit, p. 1081.
49. Vid. Durand, Gilbert, EAM, Op.cit, pp. 400-401: «à la fois l’accord mesuré des temps forts et
des faibles, des longues et des brèves, et à la fois, d’une façon plus large,
l’organisation générale des contrastes d’un système sonore. Toute notre musique
occidental est explicitment placée sous le schème de l’harmonie».
50. Ibid, p. 405.
51. Ibid, p. 325.
52. Ibid, p. 308: «et de même, de l’autre côte».
53. Ibid, p. 317.
54. Ibid.
55. Ibid, p. 491.
56. Durand, Gilbert, De la mitocrítica al mitoanálisis,
Op.cit, p. 170.
57. Paz, Octavio, Versiones y
diversiones, Joaquín Mortiz, México, 1990, p. 198.
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